Era nuestra ilusión de
siempre: una casita en los acantilados con salida al campo y a la mar. Y si
además tenía un pequeño jardín donde plantar un recio árbol los niños
encantados para remarse y el padre para colocar una buena hamaca que le
permitiera tenderse a leer el libro que le faltaba de Moby Dick. “Yo quiero
hacer una casita para mí y mis amigos con diseño moderno, con salida hacia el
campo pero colgando en la puerta una
estrella de mar “, dijo mi hijo de doce años cuando ya divisábamos el lugar que
íbamos a visitar.
El portal entreabierto hizo
maravillarnos del hermoso jardín que tenía la casa. Tal que en lugar de
dirigirnos a saludar al vendedor que nos esperaba en la puerta nos dirigimos al
arbolito gritando de entusiasmo donde iría mi hamaca, donde la casita del niño.
Alboroto y contento que llegó también al dueño pues con toda confianza tiró un
puñado de caramelos sobre el árbol y todos juntos nos pusimos a saborearlos. Y
en eso una voz femenina que nos gritaba: “¡Y eso que no han visto el mar!”.
Raudos y veloces nos dirigimos hacia la otra parte de la casa. Nuestra
admiración era anonadamiento, tan intenso y fuerte que no nos dimos cuenta de
cómo el dueño había puesto una documentación delante de nosotros que firmamos.
Al volver la vista atrás dije
al que pensaba era el dueño: “Muy bien, le compro la casa”. Su respuesta fue de
película: “¡Será venderla!, pues comprar ya la han comprado hace unos minutos”.