A diario competición se multiplica por
millares. Compartir, posiblemente en un trance de optimismo, llegue a
multiplicarse por decenas. Utopía barata la mía cuando el odio y el egoísmo,
entre los grupos y colectivos, prima por doquier. Ahí tenemos al llamado estado
islámico al que solo se le ve como solución su liquidación física. ¿Por qué hay
gente que no es capaz de sentarse a dialogar?
La competición brilla en el mundo de la política.
En situaciones normales basta que un partido dé una idea justa y razonable,
para que el otro la tire por los suelos presentando aquella misma propuesta
mejorada o por lo general más endiablada y difícil de llevar a cabo. ¿Por qué
habremos convertido la democracia en una partitocracia?
Y en situaciones especiales, como las
preelectorales, lo normal se hace extraordinario. Que un presidente de gobierno
salga a la calle y camine por ella (eso sí, rodeado de su amplio equipo de
seguridad personal), salude a la gente, se pare a hablar con ella es algo que
se recibe con aplausos y sorpresas. ¿No debería ser el pan de cada día
encontrárnoslo por la calle y que se parase a escucharnos? Igual ese es el gran
problema de políticos y de no políticos, de padres e hijos, de profesores y
tertulianos, de blogueros y vecinos de las redes sociales…, el problema de
haber aprendido a hablar sin saber escuchar, haciendo del competir el matarife
del compartir.
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