Sabiendo que yo llegaba al
pueblo esa mañana, habías salido el día anterior sin que nadie supiera a dónde
ni por cuánto tiempo. No fue fácil la decisión que tomé. Después de ocho años
de profesor en la Escuela de Magisterio de mi ciudad, tenía que dejar un puesto
estable para quedarme en la intemperie laboral. Eso era lo que más me pesaba.
Sí, me quedaría sin los amigos de siempre, mas otros nuevos aparecerían,
todavía estaba la hipoteca de la casa en vivo pero la pondría en alquiler…
Pero no podía esperar otro
día más. Esperar es una quietud que como mucho le serviría a un muerto. De ahí
que no esperara el avión del día siguiente, sino que tomé el último de la
noche. Con los ojos cerrados pero con el corazón y la mente abierta, hice aquel
vuelo esperando sentir el amanecer contigo a mi lado. Y me dicen que no saben dónde
has ido. ¿A dónde iré? ¿A quién recurriré? Algo tendré que hacer y en un sitio
donde no conozco a nadie. Por un momento veo como si los cielos se abriesen y
cayesen sobre mí una lluvia de goterones y meteoritos, al tiempo que siento
como si corazón se resecara. Paseando por aquella ciudad, para mí desconocida,
solo miraba para la esquina más próxima, imaginándote llegar desde esa
dirección, mientras musitaba permanentemente algo parecido a un rezo: “Te
necesito ya, en este instante”. Habían pasado cuatro horas de mi llegada a la
ciudad y me parecía una eternidad.
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