Hopper
comenzó a aficionarse por la pintura. Comenzó quitando momentos a su estancia
con los amigos para recluirse en su cuarto, siempre lleno, hasta el mismo
suelo, con folios de todos los colores donde quedaban reflejados sus garabatos.
Eso sí, que nadie moviera cuadro alguno. A cambio él se comprometió a pasar el
cepillo por el hermoso pasillo que bordeaba su casa.
Su
pasión por la pintura le llevó a descubrir, por su experiencia personal, que
algo, obra de sus manos y mentes, era también una respuesta a las situaciones
de ansiedad, estrés, fatiga ambiental que se pudiera vivir en cada momento.
Esta idea terminó convirtiéndose en la realidad de un Hopper pintor y
psicólogo.
Una
silla que rotaba al ritmo que cada cual le imponía se convirtió en la sala de
curas del paciente. “Tú, le decía Hopper, no te angusties, ni te enojes, ni te
quejes. Desparrama tu vista, intenta ver con el corazón, disfruta de lo que
ves, trasládalo a tu quehacer de cada día y sonríe. Y no te angusties cuando en
la Universidad, en la calle o en la familia te preguntan sobre mil y una
historias por tu carácter de profesor. Libérate de la obligación de saberlo
todo. Tienes derecho a decirle a cualquiera: No sé. Eso es saborear la vida,
como el del cuadro que ahora pasa delante de ti y en el que ves, tan feliz y orondo, al señor que, sentado en el sofá de su casa,
cumple su rito diario del whiskuito antes de las comidas”.
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