Encogido en su celda, repasó
los acontecimientos que le habían llevado hasta allí. Y no era muy fácil hacerlo
con objetividad. Sentado en el borde del colchón que le servía de cama en
aquella habitación de la cárcel y rozando sus rodillas con los muslos del otro
preso que estaba enfrente y que al mismo tiempo tenía el mismo problema con los
otros cuatro de la misma linde, no sabía qué pensar, si tirarse por el
ventanuco que siempre estaba abierto -pues a nadie se le ocurriría saltar por
allí unos setecientos metros de distancia- o si ponerse a cantar.
Pensándolo bien su problema
no era tan complicado. Era un preso voluntario. ¿Se puede ir a la cárcel
voluntariamente? Y discurría para sus adentros: ¿Por qué estoy aquí? Nadie me
obligó a venir a este país situado en el continente africano. Vine consciente y
a gusto como miembro de la organización VEUPGLO –“vivimos en un pueblo global”.
Sabíamos que en Imilchil, un pueblo perdido en las fronteras de Marruecos con
otros países, la gente no tenía agua y calmaba su sed con su propia orina.
Hechos los estudios pertinentes comprobamos que en el subsuelo de dicho
territorio había agua subterránea, que la distancia con el pueblo más cercano
estaba sobre los cien kilómetros. Desgraciadamente los que hubieren podido
hacer algo, y sin mayores gastos, ni se les ha ocurrido planteárselo, pues en
la política de los países del primer mundo no entra ayudar a estas personas a
pesar de que siguen explotando las riquezas naturales de estos pueblos para
ellos hacer sus negocios en sus cuarteles civilizados.
Y allá nos fuimos. Un técnico
en la materia y yo como ayudante. Y comenzamos nuestros trabajos a partir de
las aportaciones económicas recibidas.
Y, solucionando lo del agua,
descubrimos que en aquel pueblo no es que no supieran leer, sino que ni sabían
qué significa eso de la lectura. Y así fue como comencé a enseñarles a leer un
par de horas por la noche. Lo tomaron con tal interés que pronto quedaron
comprendiendo lo que leían. Incluso a través de nuestra wifi comenzaron a
enterarse de lo que pasaba en su país y de lo mal atendidos que estaban. Pronto
supieron organizar manifestaciones, pero no les dio tiempo más que de una.
Aquella misma tarde la policía se llevó detenidos a cinco y al día siguiente
vinieron a por mí. Me acusaron de sublevar a un pueblo que vivía tranquilo y sin
problemas hasta que llegamos nosotros y le enseñamos a leer. Que otros aprendan
a leer y expresen sus opiniones era el motivo de la sentencia condenatoria que
se me entregó en el mismo momento de entrar en prisión. ¿Sentencia sin juicio?
No. El juicio fue veinte días más tarde. Y ahora a esperar que la embajada de
España tenga tiempo libre para resolver este entuerto. Mientras preso siga si
me dan a elegir una petición esta sería: un desinfectante que me pueda librar de
piojos, de pulgas y garrapatas.
Pero ya nada será igual.
A nosotros nos expulsarán y nos prohibirán volver a poner un pie en estas
tierras. Habrá cierto revuelo en la prensa y cabreo con el embajador por tener
que preocuparse del tema. Con el tiempo nadie se acordará del asunto. Pero,
insisto, ya nada será igual. En aquél pueblo perdido llamado Imilchil hay un
pozo. Y lo que es casi más importante: gente que sabe leer.
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