En su etapa de adolescentes
les pilló la ideología de la educación de la liberación. Asomarse al mundo, ver
lo que estaba en regla, actuar para transformar aquello que estaba emponzoñado.
Y sembraban y sembraban. A la par, una generación paralela esparciendo
discordias se especializaron en dar esquinazos a terceros, y poner
zancadillas al que pasara.
Y aquellos que parecía habían
nacido para ser buenos no cosechaban sus siembras. Rencillas, malas
interpretaciones, saludos que se negaban, amigos que pasando de cualquiera de
sus problemas les dieron esquinazos. No merecía la pena seguir así, se dijeron.
Si los malos son los que son valorados, seamos malos.
De la noche a la mañana se
convirtieron en egoístas redomados. Pasaban por delante de los demás como
mirándoles por encima del hombro. Sentían y hacían por ello que el mundo girara
en torno suyo. Sus miradas hoscas y furtivas les hacía odiosos a los demás. No
obstante se daban cuenta cómo llamaban la atención, la gente miraba hacia ellos
al pasar, los comentarios sobre sus personas se multiplicaban. Parecía como si
la soberbia y altanería, la prepotencia y el no preocuparse de los otros fuese
lo mejor. Ahora se sentían mejores. Por lo menos la gente les tenía en cuenta y
hablaban de ellos.
A los dos meses la verdad de
la vida volvió a tomar las riendas. ¿De qué sirve que la gente hable de nosotros
en todo momento y tengan en cuenta lo que hacemos y hablamos?. Vale más y se
está más contento siendo coherente con la propia conciencia que hacer lo
contrario para ser objeto de atención a los demás? Las
buenas musas no dejan vacías las vidas de uno. Si los de siempre quieren
que el mundo gire en torno a ellos, nosotros, raudos como un vendaval,
dejaremos esta ficción y seguiremos sembrando.
Llegará el momento en que
crezca la cosecha.
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