Les envidio. Son lo más
parecido a eso a esos personajes renacentistas, capaces de saber de todo; lo
mismo levantaban la cúpula de una catedral, inverosímilmente colgada del aire,
como pintaban la última cena en un grano de arroz, o escribían un compendio de
las potencias del alma o confeccionaban los planos de un artilugio -¡oh,
sorpresa!- similar a un submarino. Esa capacidad de abarcar todas las ciencias
y todas las artes no ha vuelto a repetirse en la historia de la Humanidad. No
estaba al alcance de todos, solo de unos pocos iluminados, algunos de los
cuales, como si tuvieran en sincronía con una divinidad, están en todas las
televisiones y emisoras de radio.
Desde entonces hasta hoy no
se había vuelto a repetir tan extraordinario fenómeno. Pero de un tiempo a acá,
la providencia ha querido que, de nuevo, el don del conocimiento total haya
descendido, cual espíritu santo, sobre las cabezas de unos cuantos elegidos.
Son ellos quienes, con su nuevo lenguaje
dan munición a los políticos y se arrogan para sí la potestad de
interpretar la realidad. Qué cosa más curiosa: son los mismos los que se
sientan a la derecha y los que van a la izquierda.
Opinadores que sentencian a
diario, tertulianos, capaces de saber de todo y en todo momento. Tanto da si la
conversación versa sobre el incremento de la deuda pública o el largo de la
falda de una famosa con fama de ligera de cascos; sobre la viabilidad de las
pensiones públicas o el futuro de las criptomonedas; sobre el cambio al horario
de verano si es mejor pasarse de Android a Apple o viceversa. Es lo de menos,
lo importante es opinar. Lo importante es tener opinión sobre todo.
Por eso, yo de mayor quiero
ser tertuliano. En un mundo en que es más importante la opinión del tertuliano
sobre un tema que el tema en sí, yo quiero ser parte de esa casta de señalados
que siempre están por encima del bien y del mal.
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