Allí estaba siempre, tumbado
todo lo grande que era en una de las esquinas de los soportales de la plaza. Un
veterano del lugar que, desde que el dueño del bar decidiera adoptarlo, no había faltado ni
un solo día a su puesto de trabajo. No era perro ladrador -lo justo-, pero
tampoco mordedor. Bastaba su presencia para que ni gatos ni perros se acercaran
por allí, aunque nadie le recuerda metido en una pelea; algún gruñido sí, pero
poco más.
Había alcanzado el status de
perro viejo, ¡y con dueño! No todos los perros del barrio podían decir lo
mismo. Tenía tanta suerte que hasta tenía nombre, aunque no siempre había sido
así. Al menos este último humano no le golpeaba y le dejaba dormir a cubierto
cuando llovía o la humedad del invierno calaba los huesos. Con eso bastaba, no
pedía más. Había aprendido que los gestos de cariño de los humanos no eran de
fiar; iban y venían sin motivo aparente -o al menos esa era la impresión que
tenía-. Mejor asegurarse el sustento diario y no tener que buscarlo. A cambio
su fidelidad estaba, como siempre, asegurada.
Mejor eso que la crueldad del
humano anterior, aquel “hijo de perra”, del que hubo que salir por patas para
evitar la enésima paliza, sin ninguna razón que lo justificara. No guardaba de él
ni un solo buen recuerdo. De hecho, hasta su instinto le hubiera sabido
conducir a ese viejo caserón donde vivía, pero no entraba en sus planes. Es más, había decidido no tener planes, nada que alterara demasiado esa
deliciosa sensación de dejar pasar las horas.
Al fin y al cabo, su instinto
y su experiencia de perro viejo tenían que servir para algo.
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