De muchacho me enseñaron que
estos días que han pasado, los de Semana Santa, era tiempo de silencio.
Silencio que en este caso era recogimiento, meditación, cantos apropiados para
la cuestión, esperar con calma el paso de las procesiones. No bulla, no fiestas,
no tenderetes. Viernes Santo, todo cerrado. Silencio para admirar la grandeza
de un tío, como el Nazareno, que supo dar su vida por sus principios de los
cuales nunca negó.
Pasada la juventud y casi la
madurez, yo encuentro que hay un cruce de silencios. Que sí, que es tiempo de
silencio. Pero no de aquel silencio. Veo el silencio de los que no llegan a fin
de mes para comer dignamente, el de los que trabajan más horas de las previstas
y se les paga menos, el de los que no pueden hacer suyo el derecho al trabajo
que proclaman las normas de convivencia de su país, el de los que mueren de
hambre o de enfermedades totalmente curables pero cuyos medios de sanación no
llegan a su país, el de los que son represaliados por expresar libremente su
pensamiento diferente al de los que mandan, el de los que mueren en guerras a
causa de las balas que fabrican los mismos que denuncian las guerras, el de los
nadies de nadies, el de los que toda su vida laboral han estado ahorrando (se
lo descontaban de su nómina) para tener garantizada su pensión al jubilarse y
ahora se encuentra con que ese dinero se lo han gastado en sainetes los
servidores de la patria, el de los que no tienen la ventaja de Puigdemon de
estar siempre hablando sin hacer nada y le pagan 4.000 euros mensuales… O sea,
que sigue siendo tiempo de silencio la Semana Santa. En este caso, yo diría más
bien que todos los días son Semana Santa.
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