El último domingo de cada mes mejor que no hicieran
planes. Había adquirido el compromiso de pasarse el día con su abuela, que fue
quien le crió. Revisó las habitaciones antes de marcharse. Y salió hacia su
compromiso mensual al que no se sentía obligado, sino que le nacía de dentro.
Las penurias y la postguerra agujerearon los recuerdos
más recientes hasta hacerlos tomar este color grisáceo. Se cubrió con un manto
de estrellas heredado de una tía que no llegó a conocer. Se levantó de la cama
y se calzó los mocasines. Huyó por el doblez del pasillo hasta el fondo,
escondido en el silencio, donde moran los sueños, esos que casi no tuvo.
De puro aburrimiento, se durmió hasta que se despertó
con la luz que entraba por las rendijas de las persianas, a altas horas de la
mañana, casi tarde ya. Para hacer tiempo, tomó un libro con las pastas por
fuera y recordó los macarrones con chorizo y huevo crudo de la abuela, pero sin
queso. Se tragó las primeras páginas y se guardó el resto para el almuerzo.
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