jueves, 17 de mayo de 2018

Kinbaku


Intimidante, denigrante, sádico -incluso-. Cualquiera de los tres adjetivos le vinieron al pensamiento, pero, sobre todo, inesperado.

Había oído hablar de esa parte de la cultura japonesa, pero por encima. No era frecuente hacer referencia a ella, ni un tema que reclamara la atención de un turista occidental cuando planea un viaje a un país tan atractivo, al otro lado del mundo. Y, sin embargo allí estaba: ante sus -perplejos- ojos.

Había comprobado por ella misma el tópico que le anticipaba el tríptico de la agencia cuando se acercó a contratar hoteles y rutas por ciudades y paisajes. “Androides y kimonos” fue el resumen que, en tres palabras, le hizo el intérprete que acompañaba al grupo de alucinados extranjeros del que formaba parte.

Había visitado templos, había cruzado puentes de madera, jardines de piedra y arena, devorado sushi con palillos, fotografiado hasta la saciedad las calles de Tokyo y Osaka, había caminado por sus calles de noche, iluminadas con sus rótulos de leds, abarrotadas de gente, con una atmósfera que, por momentos, le recordaba a la película de Blad Runer -una de sus preferidas-. En su retina aun conservaba el color de las flores de sakura (el cerezo). Se había empapado, de aquella cultura fascinante en la que la contradicción, la convivencia entre tecnología y tradición, parecían haber llegado a un punto de encuentro.

Y sin embargo, su mente no estaba preparada para el espectáculo al que habían sido invitado aquel grupo de turistas occidentales, en un club prestigioso de la capital: “Kinbaku, el arte erótico de la cuerda, el arte de atar para liberar”. Había visto alguna imagen, leído algo sobre la costumbre medieval de los señores feudales de inmovilizar a sus prisioneros y que, con el tiempo, esa costumbre se había extendido a las esposas e hijas de aquellos. Pero pensaba que era una vieja tradición bárbara, abandonada. No sabía que sobre el tema se había creado todo un rito, una demostración de habilidades en la que la relación entre los dos protagonistas -shibari y sumisa- alcanzaba niveles de complicidad, más allá del contenido de poder y contenido sexual que tenía en sus inicios.

Cuando en algún momento ella le hizo saber su opinión en voz baja, el intérprete le susurró: “Tranquila, ese parte de una tradición de más de cuatro siglos. Hay literatura y pintura… hasta poesía en torno a lo que hoy está considerado como una arte. A fin de cuentas, no hay crueldad, como tengo entendido que ocurre en su país, en las corridas de toros. Y la protagonista femenina es siempre voluntaria. Muchas llegan al orgasmo”.

Pero lo que realmente perturbó su corazón occidental fue cuando el artista, tras una hora, en las que hizo una demostración de sus habilidades, pidió una voluntaria entre los asistentes y dejó un manojo de sogas ante sus zapatos de tacón. No sabía por qué, pero tuvo que reconocer que se sentía excitada.





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