Intimidante, denigrante,
sádico -incluso-. Cualquiera de los tres adjetivos le vinieron al pensamiento,
pero, sobre todo, inesperado.
Había oído hablar de esa
parte de la cultura japonesa, pero por encima. No era frecuente hacer
referencia a ella, ni un tema que reclamara la atención de un turista
occidental cuando planea un viaje a un país tan atractivo, al otro lado del
mundo. Y, sin embargo allí estaba: ante sus -perplejos- ojos.
Había comprobado por ella
misma el tópico que le anticipaba el tríptico de la agencia cuando se acercó a
contratar hoteles y rutas por ciudades y paisajes. “Androides y kimonos” fue el
resumen que, en tres palabras, le hizo el intérprete que acompañaba al grupo de
alucinados extranjeros del que formaba parte.
Había visitado templos, había
cruzado puentes de madera, jardines de piedra y arena, devorado sushi con
palillos, fotografiado hasta la saciedad las calles de Tokyo y Osaka, había
caminado por sus calles de noche, iluminadas con sus rótulos de leds,
abarrotadas de gente, con una atmósfera que, por momentos, le recordaba a la
película de Blad Runer -una de sus preferidas-. En su retina aun conservaba el
color de las flores de sakura (el cerezo). Se había empapado, de aquella
cultura fascinante en la que la contradicción, la convivencia entre tecnología
y tradición, parecían haber llegado a un punto de encuentro.
Y sin embargo, su mente no estaba
preparada para el espectáculo al que habían sido invitado aquel grupo de
turistas occidentales, en un club prestigioso de la capital: “Kinbaku, el arte
erótico de la cuerda, el arte de atar para liberar”. Había visto alguna imagen,
leído algo sobre la costumbre medieval de los señores feudales de inmovilizar a
sus prisioneros y que, con el tiempo, esa costumbre se había extendido a las esposas
e hijas de aquellos. Pero pensaba que era una vieja tradición bárbara,
abandonada. No sabía que sobre el tema se había creado todo un rito, una
demostración de habilidades en la que la relación entre los dos protagonistas
-shibari y sumisa- alcanzaba niveles de complicidad, más allá del contenido de
poder y contenido sexual que tenía en sus inicios.
Cuando en algún momento ella
le hizo saber su opinión en voz baja, el intérprete le susurró: “Tranquila, ese
parte de una tradición de más de cuatro siglos. Hay literatura y pintura… hasta
poesía en torno a lo que hoy está considerado como una arte. A fin de cuentas,
no hay crueldad, como tengo entendido que ocurre en su país, en las corridas de
toros. Y la protagonista femenina es siempre voluntaria. Muchas llegan al
orgasmo”.
Pero lo que realmente
perturbó su corazón occidental fue cuando el artista, tras una hora, en las que
hizo una demostración de sus habilidades, pidió una voluntaria entre los
asistentes y dejó un manojo de sogas ante sus zapatos de tacón. No sabía por
qué, pero tuvo que reconocer que se sentía excitada.
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