Llevaba a tiempo sumido en la
tristeza. Añoraba vivir momentos intensos de alegría, o por lo menos mirarse al
espejo y sonreír al que allí veía.
Por qué esta tristeza que me
invade, se preguntaba. Y se dio cuenta de que no estaba haciendo nada serio con
y/o por otros. ¿Cómo ser alegre permaneciendo en el egoísmo más cerril?
Sí. Dar rienda suelta al
placer en los momentos que se le presenta a uno la ocasión era su debilidad. “No
puedo negar que disfruto un borbotón con ello -manifestaba- pero cuando te dicen que el placer es una
expresión del amor, me tengo que preguntar a quién amo yo. Amo el placer, pero
con quien lo experimento no siento amor”.
Poco a poco se fue dando
cuenta de que vivía entre otros pero no con otros. Sí, se cruzaba constantemente
en la guagua, en la calle, en el supermercado. Pero no vivía con otros. Las
cosas más serias las hablaba consigo mismo. No se le podía llamar a eso más que
vivir aislado de los demás.
Comenzó entonces a caminar
por la calle con los ojos abiertos, atento a aquello por dónde pasaba. Vio
niños con mochilas cargadas de libros,. Vio a muchas chicas, unas vestidas con
elegancia, otras con normalidad, algunas con uniforme. Y como se dirigían a la
parada de guaguas unas, al garaje de su edificio otras y las más con la llave
en las manos para abrir su coche que habían aparcado en la calle de atrás. Las
puertas del colegio se abrían y a centenares eran las voces que estallaban en
ruidos sin prisas por entrar en el cole. Así pasó el día observando,
viendo también qué tipo de personas eran
los que pisaban la marea en esas horas del día. Llegó hasta la puerta de una
fábrica, por los pasillos del interior del mercado, situado en el casco viejo.
Justamente allí vio unos carteles
anunciando una conferencia del presidente del colegio de trabajadores sociales
aquella misma tarde en la Real Sociedad Económica de amigos del país, sobre un
análisis de la vida social y económica de la ciudad. Esperaba que allí le
explicasen aquello de lo que se había dado cuenta saliendo de su aislamiento.
Algo de ilusión comenzó a sentir. Eran ya las seis
de la tarde y no había almorzado. Ni ganas. Lo que estaba viviendo le calmaba
el hambre. Faltaba una hora para que comenzara la conferencia. Para hacer
tiempo se acordó de la vieja churrería del mercado. Ese fue su
almuerzo/merienda: un chocolate con churros, que le supo a gloria -como si
fuera la primera vez que los probaba-. Subió al baño para mojarse el pelo y no
ir a la charla con la cabellera alborotada. Nada más abrir la puerta vio como
desde el espejo del baño alguien le miraba. Y, ni corto ni perezoso, le sonrió.
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