Buscar la verdad en las
relaciones de otros en un acontecimiento no es nada fácil. Buscarla en nosotros
mismos, en muchas ocasiones, nos resulta hasta incómodo. Y todo ello porque
sentirse o pensar que uno es dueño de la verdad es el absurdo, el más absurdo
de todos los absurdos.
Y es que la verdad a veces es
incómoda y otras desconcertante. Actuamos erróneamente cuando intentamos
imponerla. Por eso los dogmas y las ideas fijas no caben en la convivencia de los humanos.
Cabe el compartir y el
proponer. Cabe plantear las cosas con humildad y ternura. No caben los
fundamentalismos ni los radicalismos de cualquier tipo. Sólo cabe el camino del
diálogo y del querer aprender.
Pero esa es la teoría, una
teoría que todos, salvo excepciones, suscribiríamos. ¿Qué provoca que todos
aceptemos la teoría pero la realidad la desmienta? Quizás sea la dureza de
corazón que nos habita, quizás se deba a que raramente los humanos aceptemos fácilmente
la discrepancia y aun menos el error. Nos resulta muy difícil aceptar una
equivocación, pareciera que no es ajeno a nuestro código genético.
Nos lo explicaba bien Ortega
y Gasset cuando nos ponía este ejemplo: “La montaña que está en las afueras de
nuestro pueblo es la misma para unos que para otros? Así parece. Sin embargo no
tiene la misma visión el que la ve de este pueblo que el del pueblo de
enfrente. No tenemos la misma imagen cuando la vemos de lejos que cuando nos
vamos acercando y mucho menos cuando estamos en su falda. Y qué diferente es si
la contemplamos desde su cima a si lo hacemos a media altura mientras la
subimos. y, sin embargo, viéndola de distintas maneras es la misma montaña”.
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