Había
llegado a lo que llaman La Tercera Edad. Seguro que ya no escapaba. Todavía los
sesenta se podían navegar. Tenía su tiempo ocupado. Pero de vez en cuando se
iba a pasear por lo alto de las nubes. Lo curioso es que ni se lo proponía
conscientemente ni lo tenía programado. Y lo cierto es que tampoco se lo
planeaba.
Y, de
repente, allí se encontraba. Deambulaba su cerebro preguntándose cosas como
estas: ¿Qué hago yo aquí todavía? No quisiera ser molestia para nadie de mi
familia. A veces se sentía aburrido. Sí, seguía con sus actividades de siempre,
la asociación de amigos, escribir, participar en algún acto ocio cultural.
Hasta las ganas de ver tele se me le habían ido quitando.
¿Qué
debe hacer un viejo de setenta? ¿Qué se espera que haga? Curiosamente, de
vez en cuando, al tiempo que iban amigos de su edad más de una vez le salían
amigos nuevos. Eras una ocasión para cambiar de costumbres.
Todavía,
siendo mayor conserva algunas ilusiones de joven. Para él, por ejemplo, siempre
es época de cambios, de sacar alas y viajar, que no tenga necesidad de
controlarse. Esos aires de adolescente que no se los llevara marea o viento
alguno. Sigue sin creer en los jóvenes que dicen que no hay nada que hacer.
Siempre quedan dos opciones: esa, ya dicha, entristecernos y quedarnos solos. Y
la otra, abrir la puerta a la oportunidad de cambiar las cosas. Aunque en este
vaso la teoría no se contrapesó con la práctica, dado que Teodoro y un amigo
prefirieron pasarse la tarde del domingo sentados en el banco de la plaza que
habían adquirido por haber previsto el precio de una tarde dominguera.
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