Muchos de mis recuerdos de
pequeño se remontan a la vida del campo en casa de mis abuelos. Y hoy me vinieron
a la mente aquellas tardes en que Manolito, el vecino, pasaba delante de casa
con su rebaño de cabras, para llevarlas al barranquillo cercano por donde
pasaba una acequia con agua permanente. Rebaño siempre capitaneado por el macho
cabrío, a quien le seguían las cabras moviendo su cabeza de un lado a otro y
siguiendo obedientemente los pasos del jefe de la manada.
Y ello me recuerda a aquellos
hombres que, imitándole, han querido presumir de su fuerza sexual, pero
olvidándose de aquellos cuernos tan ágiles y necesarios para el mantenimiento
del macho cabrío en su hábitat natural. Con la ironía de presumir no de su
persona sino de sus atributos sexuales. Actitudes asumidas en ocasiones hasta
por jueces, que justifican cualquier violación masculina por las prendas
presuntamente provocativas que pudiera llevarla mujer, como si los delitos
pudieran ser subjetivos y dependieran, no de la voluntad del autor (u autores)
sino de la aquiescencia de la víctima.
No se me ocurre otro delito
en el que la prueba de su inocencia se traslade a la víctima.
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