Hace ya unos meses que le veo por el barranco de la Ballena donde, algunas veces hago mis caminatas mañaneras. Sentado en uno de los bancos, cada vez que paso, levanta su bastón y hace ademán de pegarme en las piernas unas veces, en la espalda o en las nalgas otras. De lejos he estado observándole y me he percatado de que sólo lo hace conmigo. La verdad es que me da un poco de coraje interno. ¿Qué diablos le he hecho yo a este señor para que la tome conmigo de esta guisa?.
Todo empezó hace unos seis meses. Estaba yo sentado en un
banco del parque (luego resultó ser “su” banco) leyendo el periódico. Y de
repente, veo aquel bastón en mi hombro y luego a su portador. Llegó a soltar el
bastón por mi trasero cuando me levanté al ver los gestos violentos que hizo.
Alejándome de allí, le pregunté en voz alta si estaba loco o qué. Se levantó y
dando unos pasos grandes se acercó a mí con el ánimo de darme un bastonazo. Al
pararlo con mi mano rebotó en su brazo y recibió su propio golpe. Más enfadado
se puso. Me alejé de su presencia y el hombre intentó seguirme. Y lo consiguió
en el tiempo que yo esperaba la llegada de la guagua en la parada. Y, para mi
asombro, subió a la guagua, sacando muy
diligentemente su bono-guagua. Se puso de pie a mi lado levantando de vez en
cuando el bastón y haciendo como que me iba a pegar. La gente se reía, mientras
mi interior se enfurecía cada vez más, con ganas de darle un guantazo a aquel tío
histérico. Las risas llegaron a ser carcajadas cuando la gente vio que yo me
protegía con las manos del bastón mientras el conductor paraba el vehículo y
bajábamos del mismo.
Entré en mi casa cerrando bien la puerta. Solo
una lluvia, no muy intensa, que cayó una media hora después, hizo que el señor
se fuera de allí. Día que voy al barranco, día que me lo vuelvo a encontrar. Pasado
un tiempo ya solo hace el ademán de levantar el bastón. Y en la medida que
pasan los días cambia de actitud y al tiempo que sonríe hago yo el ademán de
darle un puñetazo. Hace poco me invitó a sentarme a su lado, al tiempo que, con
algo de sorna, dejaba caer el bastón a un lado del banco. Dos horas largas
estuvo el viejo Facundo contándome su historia desde que, en su juventud, tuvo
que marcharse a Cuba para buscar qué comer su familia hasta después de su
jubilación. Al siguiente día, al irme acercando, me sorprendió no verle sentado
donde siempre. Me paré junto al banco y, mientras alzaba mi mirada a los cuatro
lados para intentar verlo, un chiquito de catorce años me toca con el bastón diciéndome:
”por las zapatillas rojas que lleva, que me ha dicho mi abuelo Facundo, parece
que es usted su amigo joven. Me ha encargado le diga no podrá venir estos días
porque está enfermo y me ha dado esta hoja de papel para usted con su número de
teléfono y su domicilio. Que está invitado y que, por favor, le guarde el
bastón”.
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