Su madre tenía la costumbre
de esconder todo lo que consideraba bonito y lindo por encima de lo normal,
para así no dar pie a que los envidiosos estuvieren apenados por lo que no
tienen. Su hija quería ver aquellas madejas de lana que había heredado de su abuela,
así como el mantel tan lindamente bordado con unos peces y sus amantes, las
sirenas. Estaba con unos fuertes dolores de artrosis y no podía levantarse de
la cama. Así que le explicó a su hija donde se encontraban los objetos
buscados. Un cuarto oscuro en un antiguo pajar de la casa cobijaba aquella
belleza heredada. No había luz.
Ella mostró su enfado a la
madre pues las cosas bellas están para recrearse en ellas y no para
esconderlas. Bastantes fealdades existen ya en el mundo como para no
iluminarlas.
Fue entonces cuando la mamá
abrió una cajonera debajo de su cama y, sacando un viejo quinqué bordado con
hilos de plata, que su hija no conocía pues lo tenía escondido bajo la cama, le
dijo: Mira, hija, y así tienes ya una tercera cosa. El quinqué de mis
bisabuelos da una luz potente. Él te ayudará a encontrar lo que buscas con rapidez.
La hija la miraba asombrada y le hacía señas con las manos como diciendo: ¡te
voy a dar una! Se acercó al cuarto oscuro y salió con lo que buscaba en sus
manos. Mira, madre, todo lo que da paz, bienestar, belleza, admiración está
para ser gozado. Las que puedes esconder son cosas como ésta, enseñándoles unos
alicates, que pueden ser usadas para dañar a otras personas y que,
estéticamente, parecen unos tragagargantas.
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