Cruzaba las calles alborotadas de la gran ciudad, mientras
buscaba un rostro. Pasaba mucha gente a
su lado y no lo encontraba. Ella quería
ver unos ojos donde se reflejase ese relámpago que de repente caía del cielo
rompiendo el hierro que forjaba muchos corazones. Quería ver un rostro que
llevara con orgullo aquel momento de tristeza e infelicidad por el que
estuviera pasando. Quería ver un rostro redondo como un tomate y rebosando de zumo
a dejarse chupar, comer o lamer por otros. Quería ver un rostro diferente al de
la mayoría.
Y al mirarse las manos vio como sobre ellas se deslizaban los
colores, el rojo, el amarillo, el azul y ella misma…, todo un suntuoso cuadro
hecho de soledad encima de la cama. Quería ver un rostro, uno solo al menos
donde el deseo se encendiera y solo encontró rostros donde ni siquiera el
llanto cabía.
Llegó a su casa cansada. Los apáticos rostros le hacían sentir que estaba viviendo en un mundo vacío y sus portadores peleándose con picos y palas. Subió las escaleras que le llevaban a su piso y, sin encender las luces, se miró ante el espejo, y en la oscuridad en la que se encontraba inmersa se prometió saber hacer frente al mundo que le correspondía. Abrió sus brazos y mirándose intensamente al espejo, en aquella muda oscuridad, se vio más grande que la sombra, el sol y la luna y caminando en las calles donde antes buscaba rostros que otros, en ella, pudieran encontrar el buen árbol que les diera una sombra donde se reforzara su interior para vivir, para luchar, para soñar.
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